Una mirada desde la alcantarilla
La rosa de Paracelso. Un cuento de Borges y una lectura posible
La rosa de Paracelso
J. L Borges (1977)
En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
—Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa. —No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
—Mi nombre es lo de menos —replicó el otro. —Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
—Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
—El oro no me importa —respondió el otro.— Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
—El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
—Pero, ¿hay una meta?
Parecelso se rió.
—Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
—Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
—¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.
—Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
—Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
—Eres muy crédulo —dijo el maestro.— No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
—Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
—Eres crédulo —dijo.— ¿Dices que soy capaz de destruirla?
—Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.
—Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
—No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
—¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
—Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.
—Aún queda fuego en la chimenea —dijo Paracelso.
—Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
—¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo–. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resugiera?
Paracelso le miró con tristeza.
—El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.
—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
—Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
—Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
—Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
—Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.
—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
—He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
El jardín de Paracelso - Leonora Carrington (1957)
Aprender a aprender
25 de mayo, fecha que nos recuerda la potencia de un pueblo que decide, el inicio de un proceso -nada menos que lograr independencia-. Nos sirve, todavía hay Piedras que transmutar. Me viene a la cabeza la pregunta de qué límite hace a una buena independencia, cuándo una dependencia es sana. ¿De quién podemos aprender, a quién tomar de ejemplo? Ejemplos hay, y muchos parecen muy pertinentes. Pero no todo se enseña, y no todo se aprende replicando. Pienso en La rosa de Paracelso, el cuento de un Jorge Luis Borges ya anciano.
Nomás leerlo la primera vez me quedé desconcertada. ¿Porqué el maestro ocultó su habilidad? Después me enojé con el discípulo. No, no se merecía ninguna prueba ese tipo de oratoria hábil y poca paciencia. ¿Es culpa de él, por pedir una prueba antes de entregar su vida al Camino en el que cree? No, no puede ser eso. Creo que fue Marco Aurelio (¿o Julio César? Si alguien lo recuerda me lo diga) quien dijo algo como «¿qué decimos frente a las adversidades? Toda mi vida me ha preparado para este momento». Suena bien, se está preparado o se aprende a estarlo. Pero ¿y entonces? El discípulo pide una prueba de proezas.
No hay que dar servido en bandeja, no se trata del pensamiento lineal, empírico y directo. Kierkegaard distinguió entre dos clases de verdad: la objetiva, en donde una forma determinada de información se transmite directamente, y la subjetiva, donde no hay un acto de transmisión de contenidos, sino que lo que se transmite al oyente es el entendimiento de que la verdad existe única y exclusivamente en el proceso de formación. Esta es la comunicación indirecta. Aprendo en el Camino, gracias a él y por él mismo.
Para Kierkegaard, para Borges, para los cabalistas y alquimistas, para los buscadores de verdades esenciales, es necesario que en la comunicación no haya rastro del maestro. El que transmite se corre para que el que aprende atraviese el proceso existencial por sus propios medios. Kierkegaard llama ironía a este encubrimiento, el maestro-irónico sabe que no puede ser obstáculo, no puede transmitir por autoridad, ni por imitación. El conocimiento solo es si es adquirido, internalizado, integrado.
Si el Paracelso de Borges ofreciera la prueba que le piden pasaría a estar en el mundo de las evidencias, cuando la propuesta es poder captar la realidad como un sistema de símbolos.
—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
Dice el Libro de la Creación (Sefer Yetzirá) que hay "Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será". Nos quedaría solo descubrirlas. Las letras del alfabeto hebreo preceden a las palabras para los cabalistas, y no al revés. Cada una es un símbolo, un universo de sentido en sí misma.
Genial, yo creía que escribimos porque hablamos, este pensamiento pone en jaque esa lógica. No digo que sea cierta ni falsa, solo que resulta interesante pensar en un mundo en donde todo ya existe y podemos darle forma en nosotros a medida que proponemos sus combinaciones. Propongamoslas, dispongamonos a otra forma de aprender, menos lineal, basada en la experiencia, la intuición, la realidad inasible en palabras.
¿En qué lugar nos ponemos como aprendices? ¿Desde dónde pensamos la libertad, el crecimiento, las metas?
Escribió Pizarnik:
Una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo,
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos.
Este cuento fue escrito por un Borges octogenario, publicado por primera vez en 1977 y, a partir de 1989, incluido como parte del libro La memoria de Shakespeare. Tiene para entones al menos tres conferencias sobre Cábala en su haber.
Paracelso, Theophrastus Philippus Aureolus Bombastus von Hohenheim (1493-1541) (qué nombre bello) fue alquimista, médico, astrólogo y ocultista, considerado el fundador de la medicina y la toxicología modernas. Su concepción médica, que se basaba en la idea de que la salud es la adecuación armónica del cuerpo y la naturaleza, coincide con la teoría cabalística que sostiene que el hombre es un microcosmos y el mundo un macrocosmos.
La rosa es un símbolo complejo. Habla del microcosmos (incluye a todas las cosas), del arquetipo de lo eterno (no puede consumirse, sólo su aspecto puede variar) y de la divinidad que se revela en la experiencia mística.